TRIBUS.
A pesar de mi coraza, de mi enconada resistencia hacia los asuntos de ese sentimiento tan agotador y enervante llamado amor, acabé rendida en los brazos de Romeo. Aturdida por su despliegue de atenciones, caballerosidad y dotes de conquistador; admirada por la profundidad de sus negros ojos y el aleteo de sus pestañas; embriagada por el aroma de su after save cada vez que me hablaba, muy cerca, tanto que podía sentir la calidez de su aliento mentolado, porque la música estaba siempre muy alta y no había otro modo de escucharnos que no fuera acercando nuestros labios al oído del otro…
Nuestro primer encuentro fue…intempestivo, casi ridículo. Era la segunda vez que entrábamos en ese garito. Lo habíamos descubierto el fin de semana anterior y fue todo un hallazgo: buena música y buen ambiente. Tribus diferentes bajo el mismo techo en perfecta hermandad: heavys, mods, rockers,punks, hippies, (como nosotras). Pelos rizados, pelos cardados, crestas retadoras, flequillos perfectos… Cream, los Who, Janis Joplin,Sex pistols, los Rolling, Leño…Cada uno celebraba su canción sin molestar al otro, con consideración y respeto, porque cuando la cerveza y los canutos trillaban las posturas de cara a la galería, todos movían el pie al ritmo de cualquier tema, siempre que tuviera “marcha”.
El bar estaba dividido en dos partes: una era la que acogía la barra. Se podía decir que esa era la más convencional, con sus mesas y sus sillas, sus taburetes y sus máquinas de marcianitos. Por allí pululaban los más tranquilos: en la esquina, los más veteranos; aquellos que vivieron sus años adolescentes en los 70, el rock más sinfónico y clásico, que miraban a las nuevas hordas con cierta envidia y paternalismo. Compartían espacio con los inclasificables, los que estaban en tierra de nadie por voluntad propia o porque aún no se habían decantado por ninguna casta en particular.
La segunda parte era una estancia amplia, donde las pandillas se agrupaban en bancadas en torno a enormes mesas rectangulares .Allí se situaban los exultantes adolescentes; allí se confundían las tribus, mezclándose heterogéneas en aquel territorio comanche.
Antonia y yo entramos al fondo y nos sentamos en un banco intentando aparentar soltura, no parecer unas pardillas recién llegadas. Sentimos las primeras miradas analizando nuestras largas faldas, nuestros chalecos a lo Janis Joplin y el sinfín de abalorios cuyo tintineo era acallado por la música. Entonces llegó él, con su cresta y su pantalón militar; con aire de suficiencia y una sonrisa arrebatadora.
—¿Qué queréis tomar?- nos dijo muy amable.
—Nada, gracias-me apresuré a decir con cara de “no me molestes”.
Se quedó algo cortado, y, moviendo los hombros en un gesto de resignación, se dio la vuelta y desapareció.
—Empezamos pronto con los moscones-le dije a mi amiga.
Ella asintió con la cabeza antes de soltarme un “pues si todos los moscones son así, a mí no me molestan…”
—Pero…¿Tú has visto qué pintas tiene?-exclamé.
Me levanté a pedir a la barra y mientras esperaba por las cervezas, vi al chico que nos había entrado charlando animosamente con otros. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron y yo aparté inmediatamente la mía sintiendo que un incómodo ardor incendiaban mis mejillas. “¡Mierda!”—me dije. Pagué las consumiciones y volví con mi amiga aún azorada. Afortunadamente, ella no se dio cuenta.
Cuando estaba apurando el último sorbo del tercio, el sonido de una voz intentando hacerse oír a través de la música me hizo dar un respingo.
—¿Vas a tomar otra?-insistía el pertinaz joven.
—¿Y a ti qué te importa?-—le respondí levantando la barbilla retadora.
—Importarme, tanto como importarme…Pero es que, soy el camarero.
Deseé que me tragara la tierra, que aquel rubor de mis mejillas delatador de lo ridícula que me sentía, desapareciera. Encima, Antonia estalló en una carcajada que acabó atrayendo la atención de los más cercanos. Y lo peor de todo: el camarero secundó las risas de mi amiga haciendo que mi vergüenza se acabara transformando en enfado.
—Pues no tienes pinta de camarero.
—Perdona. Es que…he preferido dejar en casa la pajarita. Verás, no encaja muy bien en el ambiente.
Decidí claudicar en mi postura defensiva y yo también me reí.
—Vale, ponnos dos cervezas.
—A éstas os invito yo.
Apareció con la bebida, sonriente, y sentándose a mi lado, me dijo:
-Me gustaría quedarme un rato a charlar, si no te parece mal, claro, pero tengo que seguir currando.
Asentí comprensiva y antes de que pudiera hacer ningún comentario a mi amiga, vi que se daba la vuelta y se dirigía de nuevo hacia nosotras. Me ofreció su mano con un gesto tímido que me desarmó, comenzando a horadar la granítica mole de mi resistencia.
—Yo me llamo Romeo. ¿Y tú?
—Julieta.
—¿Y a mí?—protestó enojada mi amiga cuando Romeo desapareció—¡A mí, que me zurzan!